El pintor puso una mesa en el medio del campo y se arrodilló a mirarla.
Un rato después da vistió con un mantel
y esperó que la tierra amarilla del camino fuera muriendo
en cada punto y en cada vacío del complicado encaje.
Luego trató de oír en el aire denso
algunos violines y la flauta otoñal de Haydn.
Untó un pincel en aceite linaza,
volvió a los mas oscuro de su paleta
y con los ojos cerrados pintó una rosa.
Debajo de la rosa compuso un búcaro de barro apenas trabajando
y dentro de él echó sin que se viera,
un poco de agua dulce.
El pobre hombre no había comido nada en todo el día,
por eso sacó una fruta;
el hubiera querido un mango,
pero las manchas se parece demasiado a las manzanas de Cezanne.
El vuelo rasante de un cernícalo lo distrajo,
el ave parecía tocar las espigas de arroz con las puntas de sus alas;
su ligereza le llamó la atención
que trató de imitar a la hora de acabar los colores más vivos
y los bordes finales del cielo.
Bien entrada la noche
el pintor recogió la mesa, el mantel y los bastidores;
bebió un largo trago de ron
y se partió por el camino de regreso al Vedado.
Si uno se fija bien en la poca luz del cuarto menguante
descubre su silueta atravesando el tapete del fondo,
hasta llegar al naranja y al rojo de las frutas
que Paúl, el solitario de Aix-en-Provence,
trazó con mucho cuidado sobre el blanco impecable del mantel
quién sabe si en un claro de luna;
lo que da a entender que todo empezó
cuando el pintor puso una mesa en el medio del campo
y se arrodilló a mirarla…
Camilo Venegas Yero